Nada
podía suponer durante todos aquellos años que un día cumpliría su sueño. Ni él mismo imaginó en la desnudez y la apatía de su existencia, en el abismo de
su letargo, que viviría más allá de las raíces que le habían dado vida. Un día
había imaginado su cuerpo ligero e ingrávido flotando por encima de sus
recuerdos, de las imágenes del pasado. Su mente precisa y sus ojos observando
al mundo pasar bajo sus pies.
El
traje pesaba más de lo deseable y se le hacía incómodo al principio. Un globo hinchable que hacía sus movimientos lentos y pesados, carente de sensibilidad
en sus miembros salvo por unos guantes que habían tenido que hacer a medida. Sonrió sin acritud al ver aquellos tubos,
pequeños conductos en la parte posterior del traje, que le salvarían de más de
un apuro en caso de un espacio de tiempo prolongado fuera de la nave. Pero, incomodidades salvadas, una vez dentro
de él tuvo una sensación de protección y recogimiento casi infantil.
La
despedida fue fácil y sincera. No le causaba desasosiego el desafecto de una
tierra que al fin y al cabo sólo le había visto nacer. Su vida había sido tan
simple como mundana. El pequeño apartamento de apenas cuarenta metros cuadrados
respiraba soledad. Sólo paredes, un suelo donde sujetar sus pasos y un techo,
frontera de su delirio y barrera infranqueable que le impedía ver más allá de
lo cotidiano. Sólo aquel felino callejero que un día interfirió en su monótona
existencia transgrediendo los límites del alfeizar de la ventana podría
significar algo en todo aquello. Lo había alimentado varios días seguidos y
decidió quedarse sin pagar alquiler. Dudaba que éste le echase de menos. Aquel
gato no se había contagiado aún del mal que acechaba a la humanidad, la
necesidad.
Le
puso el recipiente con unas sardinas en aceite y otro más pequeño con algo de
leche. Dejó la ventana entre abierta con espacio suficiente para que del mismo
modo que un día decidió quedarse, pudiera decidir igualmente su marcha. Sólo en
caso de que el felino no se hubiera contagiado.
Tenía
la maleta en la entrada, las llaves en la mano y el abrigo sobre sus hombros.
No volvería la vista atrás; pero algo inesperado le hizo quedarse quieto
durante unos segundos con la mano en el picaporte. Una emoción que nunca pensó
que tendría encogió su estómago por un momento. El felino se había acercado por
detrás y se había colocado entre sus piernas. En un descuido, había rozado sus
tobillos con su manto de pelo dorado y se había colocado frente a él. Sus ojos
color esmeralda se habían posado en los suyos. Aquello no estaba previsto. El
apego era un resquicio de lo que pudo ser. Y el gato lo sabía. Entonces, hizo
algo que acompañaría en su futura memoria los días que venían. Cogió el gato
entre sus manos, lo miró, acarició su suave lomo casi aterciopelado, y lo llevó
al alfeizar de la ventana por la que un día entró en su vida. El animal se
quedó inmóvil durante unos segundos sin apartar sus brillantes ojos de la
figura que ya se había vuelto sobre sus pasos y se disponía a abandonar el
piso. Cuando éste se volvió para cerrar la puerta tras de sí, la casa le
pareció inmensa. El gato ya no estaba.
***
La
epidemia era evidente. Lo veía por la ventanilla del coche conforme se alejaba.
Incluso en aquel hangar inmenso lleno de gente como él, podía sentir esa
necesidad de pertenecer, esa inmediatez y la imperdonable falta de gratitud por
aquello que contribuía a su felicidad. Felicidad etérea, por otro lado. Nada
encomiable.
Se
encontraba a buen recaudo, ya inclinado en su asiento, con los cinturones de
seguridad abrochados y anclado a lo que a partir de entonces sería su nuevo hábitat.
No habría paredes, ni suelo ni techo, al menos como él los conocía. Sólo el
universo, como aquel grito de Amaral que le venía constantemente como un
tarareo regular. Su compañero, sentado en el asiento de al lado, un clon de él
mismo, con su idéntico traje blanco grisáceo y cremalleras azules. Un botón, un
gesto, un suspiro, y habría dicho adiós a la inconsistencia de su planeta; un
sitio enfermo que ahogaba a sus habitantes. Él no se quedaría allí para verlo
sufrir ni para enterrarse en un presente opaco y un futuro incierto, sin
oxígeno, y sin silencio.
«
¿Estás listo?» preguntó el compañero. Un gesto de cabeza y una sonrisa
premonitoria hicieron que el primero levantase el dedo pulgar ante la cámara
que los observaba. Sería ésta la última vez que le observarían, al menos, de
ese modo. Una señal, sólo una señal para que todo cambiase. Giró ligeramente su
rostro por la minúscula ventana que tenía a su derecha, lo que su anclaje y
posición le permitieron. El cielo estaba azul, limpio, sin impurezas. Tal como
él se había imaginado.
Cerró
los ojos esperando el lanzamiento. El ordenador central ya ha comprobado que
todos los sistemas funcionan correctamente. Aquello, por extraño que pudiera
parecer, no le crea un ápice de ansiedad. Su cuerpo se adormece con la
relajación del momento. La cuenta atrás, tantas veces memorizada le llega en
forma de música. Está preparado para sentir el temblor del habitáculo, el
primer ruido ensordecedor y otro más
débil como el de un látigo al hacerlo serpentear en el aire. Ya ha sentido la
violenta sacudida final y la vibración dentro del habitáculo no cesa. Se siente
succionado por el asiento; su brazo quiere moverse pero el apoyabrazos lo atrapa contra sí. Nota que
le cuesta respirar, pero lejos de ser desagradable le sugiere una sensación
placentera.
Entre
vibraciones y sacudidas el cohete ha llegado al espacio y él también. La paz
que siente en aquel instante es indescriptible. Poco a poco va alcanzando la
estabilidad de lo ingrávido, de la falta de consciencia del mundo conocido. Nota
como su corazón se acelera mientras contempla por la ventanilla la belleza que
le rodea; un azul grisáceo que envuelve la tierra se va oscureciendo mientras se
alejan. Su compañero se ha acercado por detrás y le ha rodeado los hombros con
su brazo « ¿Es así como te lo imaginabas?» le pregunta. Pero él no puede
contestar. Algo parecido a una obstrucción en la garganta le impide
comunicarse. No lo haría con él. Parpadea unos segundos y las lágrimas asoman
finalmente de sus ojos. Sus labios no están tensos. Su cuerpo vibra de una
emoción incontrolable. Escucha a su compañero en la lejanía comunicarse con sus
semejantes, pero él mantiene su éxtasis en aquella visión hermosa del universo.
***
No
fue casualidad para él que aquello tuviese nombre de mujer. Actividad extra
vehicular. EVA era el nombre técnico de lo que iba a hacer. Y el cordón que le
uniría a la nave bien podría haber sido el suyo propio, el que nunca rompió, o
el que nunca tuvo. O simplemente, le acechaba el recuerdo de la felicidad que un
día experimentó y que no volvería, a su lado.
Se
tomaría su tiempo y no parecería impaciente para no desconcertar a quien le
acompañaba en su viaje. Nada le ataba a él salvo la casualidad de haber vivido
experiencias similares y haberse preparado juntos. Aquello no era un vínculo. Formaba parte de la temible
plaga que asolaba la tierra y de la que tanto quería desprenderse.
Su
nuevo traje era como una nave en miniatura. Todo pensado para un perfecto viaje
al infinito. La
escotilla se había abierto y ante él un inmenso cuadro de incalculables colores
vivos: naranjas, rojos… El corazón acelerado, dio un salto al vacío y se deslizó
por fin hacia el Universo. Abrió los ojos tanto como pudo como si quisiera
abarcar todo el perímetro hasta lo que tenía a su espalda. Nada de lo que había
vivido hasta ese momento se parecía a aquel espectáculo de color, quietud y
falta de consciencia.
Poco
a poco fue captando la oscuridad que le rodeaba. Se acercó la mano hacia el
casco, apenas podía ver la silueta de sus dedos. Su cuerpo se había vuelto un
desconocido para él. El silencio se cortaba con cada respiración continua y
regular que él mismo había entrenado. Una bola azul y blanca que casi ya no
podía apreciar se sentía lejana, como si fuera un sueño creado por un pintor.
Pensó en cómo sería tener a la soledad de compañera y al silencio como ruido de
fondo. Esa música maravillosa que sólo él podría escuchar. Todo era como él
había imaginado.
Se
había alejado casi cien metros de la nave y aún tenía el cable de unión que le
salía del ombligo. Escuchó a su compañero a través de los auriculares que le
oprimían « Te alejas demasiado. Se agota el tiempo y tienes que completar la
misión» Lo podía oír como un eco lejano, una voz que conocía bien pero que su
mente se negaba a codificar «Regresa, Ícaro. Regresa » Pero su misión era otra.
Sólo
tenía que soltar el cordón; perder contacto y dejarse arrastrar por la paz y la
quietud que en la tierra no tenía. La soledad de su apartamento sin ella era infinitamente
peor a la que podía ganar en el espacio. Ella se había ido. Tal vez nunca había
existido. Se había dejado vencer por la enfermedad de la necesidad y el apego.
Una maldita epidemia que le perseguía en
todas y cada una de las formar posibles. ¡Qué tenía que perder! « ¿Acaso estoy
aquí por ella? ¿Por su ausencia?» se dijo. De nuevo aquella voz masculina, que amartillaba
su cerebro « ¿Qué haces Ícaro? Regresa, regresa de una vez»
El
tiempo se agotaba. Si no cortaba el cordón llegaría al límite de lo que su
cuerpo podría aguantar fuera de la nave. Veinte minutos máximo. Esperar y dejarse llevar, de nuevo
dejarse arrastrar por las circunstancias era una opción. O cortar, arrancar el
cordón umbilical y levantar el pulgar. Todo está bien.
Llevó
su guante a la rosca que enganchaba el cable y comenzó a girarla. La voz de su
compañero le llegaba amenazante cuando pretendía ser angustiosa « ¡Ven! ¡Regresa!
¡No lo hagas!» Casi
había conseguido desenroscar la mitad cuando sintió frío en el casco. Un frío
que no esperaba. Respiraba con dificultad, con pausa, como si tuviera todo el
tiempo del mundo para ello. La confusión le nubló la vista y la negrura del
universo se le tornó extraña. Pasados unos segundos todo fue al revés. Empezó a
sentir calor, un calor que aceleró su respiración de forma inusitada. Estaba
notando un cambio de estado. Tal vez, se dijo, esté vivo aún.
La
tierra se le antojaba inmensa en el infinito. Era hermosa y perfecta. Ningún
planeta desconocido podría semejarse a ella. Dudó de su condición de inhábil,
de su levedad. Ícaro lloró en la soledad de aquel casco vacío, entre el sonido
de su corazón, y la oscuridad del cosmos.
Entonces,
por un instante logró visualizar al gato, entrando por la ventana abierta, escudriñando el micro espacio de su
apartamento. La leche y las sardinas aún estarían allí esperando si él
quisiese. Era algo concreto, material y tangible. Echó la vista a su mano
derecha que había dejado de desenroscar el cordón. Movió los dedos delante de su visor y lo levantó
con suavidad hasta dejar el rostro a merced del espacio exterior. Partículas y
energía que inhalar. Sintió el calor de la quemadura solar en el rostro.
Aguantó unos segundos aquella sensación de estar integrado con el universo y
luego lo bajó. Había dejado de llorar.
Buscó
con dificultad la visión de su compañero desde la nave, quien había sido su
única sujeción a lo que había sido la vida real hasta ese momento. De pronto lo
presintió como algo necesario, sin saber por qué.
Se
llevó la mano de nuevo al vientre y comenzó a girar la rosca de modo instintivo
en sentido contrario. Pocos minutos y muchos metros le distanciaban de su nuevo
hábitat. Al igual que pocos días antes en el umbral de su casa sintió algo
demoledor. Por fin descubrió el motivo de estar vivo. Sentía miedo.
FIN
|