sábado, 6 de junio de 2015

Licencia de Creative CommonsCafé de estación by Adriana Giménez Jiménez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.


Café de estación

Llegué a la estación a primera hora de la mañana, como de costumbre. Encerré el café recién comprado entre mis manos para ahuyentar el frío matutino y me senté en el banco de siempre, fiel compañero viejo y desgastado que descansaba perezoso frente a las vías del tren.
La estación se fue llenando poco a poco, hasta quedar abarrotada de gente que esperaba impaciente el tren de mediodía. Aquel día venía de Valencia, o al menos eso creía yo. Paseé la mirada por el andén, fijándome en seguida en ella.

Aquel día llevaba un pañuelo de color amarillo anudado al cuello, un vestido verde oscuro que le llegaba un par de centímetros por debajo de las rodillas y un enorme abrigo de visón. Lucía unas gafas oscuras y lágrimas negras en las mejillas. Sus hombros se convulsionaban ligeramente de vez en cuando, a pesar de los evidentes esfuerzos que hacía la mujer por recomponerse y que no se notase demasiado. Era bella, la mujer.

Mi imaginación empezó a trabajar, desbordándose al no encontrar obstáculo alguno, hilando retorcidas historias que dieran explicación a sus llantos; igual se trataba de la típica mujer que, gracias a su deslumbrante belleza había conseguido casarse con el pez más rechoncho de Madrid; pero que, después de numerosos encuentros furtivos con su amante, había sido descubierta y ahora se veía obligada a huir corriendo de su colérico esposo.

Pudiera haber sido medianamente creíble de no ser porque no llevaba bolsa alguna, o al menos yo no la veía por ninguna parte. Por otro lado, si de huir se tratara, seguramente hubiera cogido el tren hacía tres días, y no la hubiera seguido viendo en el andén cada mañana. Aunque, quién sabe, a lo mejor no había salido nunca de Madrid y  la indecisión le impedía subirse al vagón una vez éste se vaciaba de pasajeros y la voz metálica de la megafonía anunciaba que el tren se ponía en marcha de nuevo.
En aquel momento, sacó un espejo de mano de un bolsillo de su abrigo y se limpió la cara como mejor pudo, sobresaltándose después de unos minutos al oír el sonido estruendoso del tren llegando a la estación.

Un murmullo colectivo se extendió entre los presentes, y muchos de ellos dieron sistemáticamente un paso a delante.

Me coloqué la bufanda, me terminé el café y lo tiré a la papelera más cercana, sentándome después en el banco, añorando el agradable calor que había desprendido aquel el vaso de cartón.
Volví a fijarme en la mujer. Se había quitado las gafas y había parado de llorar. Desde mi banco no la veía demasiado bien, pero podría haber jurado que tenía unos ojos preciosos, y que en aquel momento un brillo de esperanza se había apropiado de su mirada.

Al poco rato comenzaron a bajar personas de todos los vagones. Algunos buscaban con la mirada a algún familiar que sabían había ido a recogerlos, otros bajaban con la mirada fija en el suelo y abandonaban la estación a toda prisa.

Observé como la desilusión iba calando en la mujer a medida que el tren se iba vaciando; su sonrisa esperanzada se desdibujó poco a poco hasta no quedar más que el triste fantasma de lo que había sido, y su mirada perdió aquel brillo especial que la había adornado minutos atrás. Al rato se dio la vuelta y echó a andar hacia donde yo me encontraba.

-¡Mamá!

El grito retumbó por toda la estación, parando el tiempo y haciendo que contuviera la respiración. Ella se paró en seco y abrió los ojos como platos, incrédula. Se dio la vuelta, buscando con la mirada al dueño de aquella voz infantil.

-¡Mamá!

Repitió el niño, corriendo hacía la mujer del pañuelo amarillo, abrazándola con fuerza.
Me levanté del banco, metí las manos en los bolsillos del abrigo y me alejé sonriendo. Otro día más, fallaba mi imaginación.


-


Un rayo de sol atravesaba descaradamente la habitación, desafiando a la pesada oscuridad que inundaba el cuarto e iluminando sus numerosos moratones. Su piel, anteriormente blanca y lisa como la porcelana, lucía ahora tonos verdosos, morados y negros. Hilillos de sangre seca le adornaban los labios. Su antebrazo se torcía en un ángulo extraño y sus ojos entrecerrados trataban todavía de habituarse a la luz. Intentó estirarse en la cama, gimiendo silenciosamente ante los estallidos de dolor que recorrían su cuerpo cada vez que efectuaba el más mínimo movimiento.

Muy despacio logró sentarse a los pies de la cama y, viéndose sin fuerzas para ponerse de pie, se quedó ahí, inmóvil.

La casa estaba inusualmente silenciosa, y ella se dio cuenta.

No había gritos. No había ruido. No había nada.

Tan solo se oía el murmullo lejano de los coches que pasaban bajo la ventana del piso y el piar de los ruiseñores que habían anidado en un rincón de su balcón aquella primavera.

-¿Dani?

El niño siempre acudía a su llamada, ayudándola una vez ella se despertaba. Pese a su corta edad, había aprendido a curar sus heridas mientras murmuraba en voz muy baja palabras tranquilizadoras y le acariciaba el pelo intentando acallar sus llantos. Después corría a la cocina a por un ibuprofeno y un vaso de agua y se lo traía a la habitación.

-¿Dani?

De nuevo no hubo respuesta.

-¿Dani?

Ella trató de alzar la voz, por si el niño se había quedado dormido y no la había oído. Ya había ocurrido otras veces, si bien a la tercera llamada Dani siempre respondía.

Preocupada, hizo un esfuerzo por levantarse y se encaramó a la pared, apoyándose en ella para llegar al cuarto de su hijo. Abrió la puerta. La cama estaba vacía.

Aquello hizo que algo se despertara en ella y, dejando a un lado el dolor, corrió por todas las habitaciones del apartamento, buscando desesperada en todos y cada uno de los armarios; debajo de todas las camas y sofás; bajo las sabanas, en la terraza, detrás de los abrigos. Salió al descansillo y se asomó a las escaleras, gritando el nombre de su hijo. Volvió a entrar en casa.

-¿Dani?- el llanto se apoderó de ella y le fallaron las rodillas. Presa de la rabia y del dolor, se tiró de los pelos y se arañó la cara hasta mancharse las manos de sangre. Le había quitado a su niño. Aquel hijo de puta se lo había llevado. Se lo había llevado consigo. Perro despiadado. Quería matarle. En aquel preciso momento deseaba clavarle un cuchillo en las entrañas y retorcerlo tantas veces como años había soportado su tortura. Quería verle sufrir, pero sobretodo quería que le devolviera a su hijo.
Intentó localizar el teléfono para llamar a la policía, pero fue incapaz de levantarse de nuevo. No le respondían las piernas y el brazo izquierdo colgaba inerte, roto por la mitad del antebrazo. No era más que una muñeca desgastada por los años, con la que Dios se había cansado de jugar y a la que había abandonado a merced de los crueles perros que habitan el mundo. Se encogió sobre sí misma en el frio suelo y atrajo sus piernas al pecho, llorando lágrimas de sangre.

Horas más tarde el dolor le dio un respiro y durmió. Al día siguiente fue capaz de arrastrarse con la mano derecha hasta la mesa del salón y coger el teléfono. Llamó a la policía y esperó.
Pasaron los meses y nada se sabía, ni del hijo ni del perro de su padre. Ella fue recuperando poco a poco algunos trozos de su vida despedazada, rezando cada noche por su hijo perdido, llorando y recomponiéndose a la mañana siguiente.

Esperaba que, en cualquier momento, el niño apareciera al final de la calle y corriera hacia ella; de vez en cuando escuchaba sus gritos y corría a su cuarto, para encontrarse con que no había nadie; incluso llegó al punto de autolesionarse por sí, una vez más, el niño aparecía para curar sus heridas. Se estaba volviendo loca.

También vivía con miedo a que él, su marido, volviera a aparecer; a abrir la puerta de casa y que comenzaran de nuevo las palizas y los insultos, a que el monstruo en el que se había convertido años atrás la asaltara por la noche y acabara con su vida, o lo que era peor, con la del hijo que le había arrebatado sin compasión alguna.

Y así pasaron los días; días de incertidumbre, tristeza y desesperación; días grises, todos iguales y carentes de sentido.

Entonces llegó el mensaje.

‘100.000 por tu hijo’

Ella pagó y él pidió más. Ella se vio obligada a vender su piso y su coche, y solo una vez en la ruina, él accedió a devolverle a su hijo.

Por mensaje le dijo que al día siguiente enviaba al niño en un tren desde Valencia.

La mujer se presentó en la estación pronto por la mañana, se sentó en un banco y esperó todo el día, hasta que por la tarde recibió otro mensaje.

‘Mañana’

 Durmió allí, usando el bolso como almohada, arropada por un cielo veraniego cuajado de estrellas. Esa noche casi le pareció ver el rostro de su hijo a la derecha de la Osa Mayor, sonriéndole desde ahí arriba. Y sonrío con él, pensando que en unas horas volvería a arroparle entre sus brazos.

Al día siguiente se levantó del banco solo para comprar un café por la mañana. Después se volvió a sentar, esperando.

‘Mañana’

Al tercer mensaje ella se desesperó y tiró el móvil al suelo furiosamente, para justo después darse cuenta de su error y soltar un suspiro de alivio al comprobar que seguía funcionando. Aquel día tampoco llegó, ni tampoco los dos siguientes, y la mujer cada vez tenía más claro que no iba a venir, que el perro de su marido nunca dejaría de hacer de su vida un infierno.

No iba a volver a ver a su hijo.

La idea calaba más y más en su mente, ennegreciendo sus pensamientos y matando la esperanza, que solo se dejaba ver cuando bajaba de un vagón algún niño castaño de corta estatura. Cuando eso ocurría corría tras él, le giraba bruscamente para comprobar una vez más que no se trataba de su hijo y recibir más de una mirada despectiva por parte de los padres.

Los mensajes seguían llegando y ella no podía más. Seguía esperando, sí, pero cada vez eran mayores sus deseos de caminar por las vías hasta que un tren terminara con su agonía. O subir a lo más alto de la estación y volar. O coger un cuchillo y dejar que se le escapara la vida por las muñecas. Fantaseaba con la idea a menudo; dejarse ir, y acabar con el sufrimiento de su alma herida y de su cuerpo destrozado por tantos años de palizas constantes.

 ‘Si no viene hoy, se acabó’ se dijo para sí.

El tren paró y comenzó a bajar gente de los vagones. Ella se fue desinflando a medida que se vaciaba, como si con cada pasajero que bajaba del tren se le escaparan unos minutos de vida.

‘No viene’

Se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida de la estación, dispuesta a abandonar. Ya no le quedaban fuerzas para seguir viviendo. No era capaz de seguir esperando.

-¡Mamá!

El grito retumbó por toda la estación, parando el tiempo y sobresaltándola.

Ella se giró hacia la derecha, ilusionada e incrédula.

Entonces vio la escena. Un niño rubio corría, tan rápido como sus cortas piernas le permitían, hacia una bella mujer que llevaba un pañuelo amarillo anudado al cuello. Ambos se fundieron en un abrazo, riendo y llorando de felicidad.

Ella, observando desde la lejanía, sonrió con ellos. Por un momento imaginó que el niño rubio era moreno y que la mujer del pañuelo amarillo no era otra que ella misma. Se permitió compartir el momento con ellos e intentar saborear la felicidad ajena durante unos instantes.

Después, con calma, bajó a las vías, se quitó los zapatos e, ignorando los gritos de alarma de los presentes, corrió dirección norte.

El viento jugó con su pelo y el frío hierro arañó sus pies descalzos.

La soledad le susurró al oído que esperara con calma a la llegada del tren.

La tristeza le dijo imperiosamente que no se moviera ni un milímetro, que no dejara vencer al miedo.

La resignación hizo, justo antes del impacto, que ella, nuestra muñeca desgastada, recibiera a la muerte con los brazos abiertos, una sonrisa en los labios y lágrimas en sus mejillas.

Al fin y al cabo, el niño no iba a llegar.


Al fin y al cabo, por fin podría dejar de esperar. 

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