Café de estación by Adriana Giménez Jiménez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
Café de estación
Llegué a la
estación a primera hora de la mañana, como de costumbre. Encerré el café recién
comprado entre mis manos para ahuyentar el frío matutino y me senté en el banco
de siempre, fiel compañero viejo y desgastado que descansaba perezoso frente a
las vías del tren.
La estación se fue
llenando poco a poco, hasta quedar abarrotada de gente que esperaba impaciente
el tren de mediodía. Aquel día venía de Valencia, o al menos eso creía yo.
Paseé la mirada por el andén, fijándome en seguida en ella.
Aquel día llevaba
un pañuelo de color amarillo anudado al cuello, un vestido verde oscuro que le
llegaba un par de centímetros por debajo de las rodillas y un enorme abrigo de
visón. Lucía unas gafas oscuras y lágrimas negras en las mejillas. Sus hombros
se convulsionaban ligeramente de vez en cuando, a pesar de los evidentes
esfuerzos que hacía la mujer por recomponerse y que no se notase demasiado. Era
bella, la mujer.
Mi imaginación
empezó a trabajar, desbordándose al no encontrar obstáculo alguno, hilando
retorcidas historias que dieran explicación a sus llantos; igual se trataba de
la típica mujer que, gracias a su deslumbrante belleza había conseguido casarse
con el pez más rechoncho de Madrid; pero que, después de numerosos encuentros
furtivos con su amante, había sido descubierta y ahora se veía obligada a huir
corriendo de su colérico esposo.
Pudiera haber sido
medianamente creíble de no ser porque no llevaba bolsa alguna, o al menos yo no
la veía por ninguna parte. Por otro lado, si de huir se tratara, seguramente
hubiera cogido el tren hacía tres días, y no la hubiera seguido viendo en el
andén cada mañana. Aunque, quién sabe, a lo mejor no había salido nunca de
Madrid y la indecisión le impedía
subirse al vagón una vez éste se vaciaba de pasajeros y la voz metálica de la
megafonía anunciaba que el tren se ponía en marcha de nuevo.
En aquel momento,
sacó un espejo de mano de un bolsillo de su abrigo y se limpió la cara como
mejor pudo, sobresaltándose después de unos minutos al oír el sonido
estruendoso del tren llegando a la estación.
Un murmullo
colectivo se extendió entre los presentes, y muchos de ellos dieron
sistemáticamente un paso a delante.
Me coloqué la
bufanda, me terminé el café y lo tiré a la papelera más cercana, sentándome
después en el banco, añorando el agradable calor que había desprendido aquel el
vaso de cartón.
Volví a fijarme en
la mujer. Se había quitado las gafas y había parado de llorar. Desde mi banco
no la veía demasiado bien, pero podría haber jurado que tenía unos ojos
preciosos, y que en aquel momento un brillo de esperanza se había apropiado de
su mirada.
Al poco rato
comenzaron a bajar personas de todos los vagones. Algunos buscaban con la
mirada a algún familiar que sabían había ido a recogerlos, otros bajaban con la
mirada fija en el suelo y abandonaban la estación a toda prisa.
Observé como la
desilusión iba calando en la mujer a medida que el tren se iba vaciando; su
sonrisa esperanzada se desdibujó poco a poco hasta no quedar más que el triste
fantasma de lo que había sido, y su mirada perdió aquel brillo especial que la
había adornado minutos atrás. Al rato se dio la vuelta y echó a andar hacia
donde yo me encontraba.
-¡Mamá!
El grito retumbó
por toda la estación, parando el tiempo y haciendo que contuviera la
respiración. Ella se paró en seco y abrió los ojos como platos, incrédula. Se
dio la vuelta, buscando con la mirada al dueño de aquella voz infantil.
-¡Mamá!
Repitió el niño,
corriendo hacía la mujer del pañuelo amarillo, abrazándola con fuerza.
Me levanté del
banco, metí las manos en los bolsillos del abrigo y me alejé sonriendo. Otro
día más, fallaba mi imaginación.
-
Un rayo de sol
atravesaba descaradamente la habitación, desafiando a la pesada oscuridad que
inundaba el cuarto e iluminando sus numerosos moratones. Su piel, anteriormente
blanca y lisa como la porcelana, lucía ahora tonos verdosos, morados y negros.
Hilillos de sangre seca le adornaban los labios. Su antebrazo se torcía en un
ángulo extraño y sus ojos entrecerrados trataban todavía de habituarse a la
luz. Intentó estirarse en la cama, gimiendo silenciosamente ante los estallidos
de dolor que recorrían su cuerpo cada vez que efectuaba el más mínimo
movimiento.
Muy despacio logró
sentarse a los pies de la cama y, viéndose sin fuerzas para ponerse de pie, se
quedó ahí, inmóvil.
La casa estaba
inusualmente silenciosa, y ella se dio cuenta.
No había gritos. No
había ruido. No había nada.
Tan solo se oía el
murmullo lejano de los coches que pasaban bajo la ventana del piso y el piar de
los ruiseñores que habían anidado en un rincón de su balcón aquella primavera.
-¿Dani?
El niño siempre
acudía a su llamada, ayudándola una vez ella se despertaba. Pese a su corta
edad, había aprendido a curar sus heridas mientras murmuraba en voz muy baja palabras
tranquilizadoras y le acariciaba el pelo intentando acallar sus llantos.
Después corría a la cocina a por un ibuprofeno y un vaso de agua y se lo traía
a la habitación.
-¿Dani?
De nuevo no hubo
respuesta.
-¿Dani?
Ella trató de alzar
la voz, por si el niño se había quedado dormido y no la había oído. Ya había
ocurrido otras veces, si bien a la tercera llamada Dani siempre respondía.
Preocupada, hizo un
esfuerzo por levantarse y se encaramó a la pared, apoyándose en ella para
llegar al cuarto de su hijo. Abrió la puerta. La cama estaba vacía.
Aquello hizo que
algo se despertara en ella y, dejando a un lado el dolor, corrió por todas las
habitaciones del apartamento, buscando desesperada en todos y cada uno de los armarios;
debajo de todas las camas y sofás; bajo las sabanas, en la terraza, detrás de
los abrigos. Salió al descansillo y se asomó a las escaleras, gritando el
nombre de su hijo. Volvió a entrar en casa.
-¿Dani?- el llanto
se apoderó de ella y le fallaron las rodillas. Presa de la rabia y del dolor, se
tiró de los pelos y se arañó la cara hasta mancharse las manos de sangre. Le
había quitado a su niño. Aquel hijo de puta se lo había llevado. Se lo había
llevado consigo. Perro despiadado. Quería matarle. En aquel preciso momento
deseaba clavarle un cuchillo en las entrañas y retorcerlo tantas veces como
años había soportado su tortura. Quería verle sufrir, pero sobretodo quería que
le devolviera a su hijo.
Intentó localizar
el teléfono para llamar a la policía, pero fue incapaz de levantarse de nuevo.
No le respondían las piernas y el brazo izquierdo colgaba inerte, roto por la
mitad del antebrazo. No era más que una muñeca desgastada por los años, con la
que Dios se había cansado de jugar y a la que había abandonado a merced de los
crueles perros que habitan el mundo. Se encogió sobre sí misma en el frio suelo
y atrajo sus piernas al pecho, llorando lágrimas de sangre.
Horas más tarde el
dolor le dio un respiro y durmió. Al día siguiente fue capaz de arrastrarse con
la mano derecha hasta la mesa del salón y coger el teléfono. Llamó a la policía
y esperó.
Pasaron los meses y
nada se sabía, ni del hijo ni del perro de su padre. Ella fue recuperando poco
a poco algunos trozos de su vida despedazada, rezando cada noche por su hijo
perdido, llorando y recomponiéndose a la mañana siguiente.
Esperaba que, en
cualquier momento, el niño apareciera al final de la calle y corriera hacia
ella; de vez en cuando escuchaba sus gritos y corría a su cuarto, para encontrarse
con que no había nadie; incluso llegó al punto de autolesionarse por sí, una
vez más, el niño aparecía para curar sus heridas. Se estaba volviendo loca.
También vivía con
miedo a que él, su marido, volviera a aparecer; a abrir la puerta de casa y que
comenzaran de nuevo las palizas y los insultos, a que el monstruo en el que se
había convertido años atrás la asaltara por la noche y acabara con su vida, o
lo que era peor, con la del hijo que le había arrebatado sin compasión alguna.
Y así pasaron los
días; días de incertidumbre, tristeza y desesperación; días grises, todos
iguales y carentes de sentido.
Entonces llegó el
mensaje.
‘100.000 por tu
hijo’
Ella pagó y él pidió
más. Ella se vio obligada a vender su piso y su coche, y solo una vez en la
ruina, él accedió a devolverle a su hijo.
Por mensaje le dijo
que al día siguiente enviaba al niño en un tren desde Valencia.
La mujer se
presentó en la estación pronto por la mañana, se sentó en un banco y esperó
todo el día, hasta que por la tarde recibió otro mensaje.
‘Mañana’
Durmió allí, usando el bolso como almohada, arropada
por un cielo veraniego cuajado de estrellas. Esa noche casi le pareció ver el
rostro de su hijo a la derecha de la Osa Mayor, sonriéndole desde ahí arriba. Y
sonrío con él, pensando que en unas horas volvería a arroparle entre sus
brazos.
Al día siguiente se
levantó del banco solo para comprar un café por la mañana. Después se volvió a
sentar, esperando.
‘Mañana’
Al tercer mensaje
ella se desesperó y tiró el móvil al suelo furiosamente, para justo después
darse cuenta de su error y soltar un suspiro de alivio al comprobar que seguía
funcionando. Aquel día tampoco llegó, ni tampoco los dos siguientes, y la mujer
cada vez tenía más claro que no iba a venir, que el perro de su marido nunca dejaría
de hacer de su vida un infierno.
No iba a volver a
ver a su hijo.
La idea calaba más
y más en su mente, ennegreciendo sus pensamientos y matando la esperanza, que
solo se dejaba ver cuando bajaba de un vagón algún niño castaño de corta
estatura. Cuando eso ocurría corría tras él, le giraba bruscamente para
comprobar una vez más que no se trataba de su hijo y recibir más de una mirada
despectiva por parte de los padres.
Los mensajes
seguían llegando y ella no podía más. Seguía esperando, sí, pero cada vez eran
mayores sus deseos de caminar por las vías hasta que un tren terminara con su
agonía. O subir a lo más alto de la estación y volar. O coger un cuchillo y
dejar que se le escapara la vida por las muñecas. Fantaseaba con la idea a
menudo; dejarse ir, y acabar con el sufrimiento de su alma herida y de su
cuerpo destrozado por tantos años de palizas constantes.
‘Si no viene hoy, se acabó’ se dijo para sí.
El tren paró y comenzó
a bajar gente de los vagones. Ella se fue desinflando a medida que se vaciaba,
como si con cada pasajero que bajaba del tren se le escaparan unos minutos de
vida.
‘No viene’
Se dio la vuelta y
se dirigió hacia la salida de la estación, dispuesta a abandonar. Ya no le
quedaban fuerzas para seguir viviendo. No era capaz de seguir esperando.
-¡Mamá!
El grito retumbó
por toda la estación, parando el tiempo y sobresaltándola.
Ella se giró hacia
la derecha, ilusionada e incrédula.
Entonces vio la
escena. Un niño rubio corría, tan rápido como sus cortas piernas le permitían,
hacia una bella mujer que llevaba un pañuelo amarillo anudado al cuello. Ambos
se fundieron en un abrazo, riendo y llorando de felicidad.
Ella, observando
desde la lejanía, sonrió con ellos. Por un momento imaginó que el niño rubio
era moreno y que la mujer del pañuelo amarillo no era otra que ella misma. Se
permitió compartir el momento con ellos e intentar saborear la felicidad ajena
durante unos instantes.
Después, con calma,
bajó a las vías, se quitó los zapatos e, ignorando los gritos de alarma de los
presentes, corrió dirección norte.
El viento jugó con
su pelo y el frío hierro arañó sus pies descalzos.
La soledad le
susurró al oído que esperara con calma a la llegada del tren.
La tristeza le dijo
imperiosamente que no se moviera ni un milímetro, que no dejara vencer al
miedo.
La resignación
hizo, justo antes del impacto, que ella, nuestra muñeca desgastada, recibiera a
la muerte con los brazos abiertos, una sonrisa en los labios y lágrimas en sus
mejillas.
Al fin y al cabo,
el niño no iba a llegar.
Al fin y al cabo,
por fin podría dejar de esperar.